
Entramos en aguas bravas. Desde su formulación por el naturalista inglés Charles Darwin, la teoría de la evolución ha dado mucho de qué hablar en círculos científicos, culturales y religiosos. Las pasiones que ha generado ha sido intensas, particularmente dentro del ámbito religioso porque esta teoría aparenta negar el origen especial del hombre en este planeta, sumergiéndolo dentro del origen de otros animales en una escalera ascendente de desarrollo, desde los seres unicelulares hasta nosotros. La teoría pone en gran relieve la relación que existe entre los seres humanos y otros primates que vivieron antes y con los que viven ahora. La teoría también socava los pasajes bíblicos que hablan de la creación especial del ser humano – hombre y mujer – en un paraíso creado para ellos por Dios durante una semana de días solares de 12 o 24 horas de duración, entre 5 y 6 mil años atrás, de acuerdo a la vieja cronología del arzobispo anglicano James Ussher en 1650, a la cual se adhieren algunos fundamentalistas hoy día.
La realidad es que la idea de Darwin, actualizada por variadas
disciplinas científicas, es la mejor explicación que la ciencia nos puede dar
acerca del origen de la vida en la tierra en general, y de los seres humanos en
particular. Esto no quiere decir que la teoría no tiene sus detractores de
entre varias disciplinas científicas pero el hecho de que Darwin los tenga
significa poco. La ciencia empírica no crea dogmas, sino conjuntos de conocimientos
organizados y sujetos a la experimentación que devienen en data, la cual puede
ser desplazados por nuevos conjuntos derivadas de data nueva y así hasta que el
conjunto cambia poco en general.
Eso es lo que significa teoría en
la ciencia. Las teorías no pueden ser descartadas como meras opiniones o hipótesis pasajeras sin caer en la
deshonestidad intelectual. Recuerden que Dios nos dio el intelecto y ese
intelecto lo tenemos que usar para buscar la verdad, no importa de dónde venga
y quién la diga.
Seguiremos…