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Mosaico en uno de los domos en la Basílica de la Inmaculada Concepcion en Washington, DC. (Foto del autor) |
Hablamos
anteriormente de la «Trinidad Inmanente». Esta frase designa a lo que nuestro Dios Triuno es
en sí mismo, algo que pudo haber quedado desconocido si no hubiese sido por la
revelación de Dios en la Persona de Jesús de Nazaret. La próxima pregunta se sugiere a
sí misma: ¿cómo es que conocemos a Dios en sí mismo y sabemos de su vida íntima
compartida en tres personas?
Lo sabemos por la
manifestación de la «Trinidad
Económica» en la economía
de la salvación en sus tres personas divinas: el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo, una manifestación que nos demuestra las acciones, identidad
y relaciones mutuas entre las personas divinas.
En este plan, Dios se
nos revela primero como el Creador, más allá de toda compresión y perfección.
Luego se nos revela abiertamente como el Dios que entra en una alianza personal
con Abrahán, Isaac y Jacob y luego con el pueblo de Israel. A ellos, Dios les
revela su paternidad.
Entra luego Jesús, el
Hijo Único de Dios, quien demuestra que la paternidad es un atributo eterno de
Dios: Dios siempre ha sido Padre, porque el Verbo, su Hijo es Dios. En este
plan, el Hijo vino a salvarnos.
El Espíritu Santo es
quien nos da vida. Su labor ya se ve en la creación en donde revoloteaba sobre
las aguas. Él creó, de María, la singular naturaleza humana de Jesús unida al
Verbo. Y en Pentecostés, forjó la Iglesia. Al Espíritu Santo se le atribuye
nuestra santificación.
La Trinidad inmanente
surge de la económica: el Dios que se revela como Tri-personal es, de hecho,
Tri-personal. Y aunque a las tres Personas se le atribuye individualmente estas
tareas, por ser Dios quien es, todas las Personas trabajan en el acto de la
creación, salvación y santificación.