Todo ser
tiene atributos: el viento, el mar, las rocas, los árboles y las personas.
Cuando pensamos en estos atributos, hablamos de su tamaño, peso, color, inteligencia,
belleza – o fealdad, enfermedad, locura. Nuestra cultura nos enseña a
clasificar las cosas de acuerdo a sus atributos y con ellos, encajonarlos en
esos casilleritos que nos inventamos para describir las cosas y la gente.
Dios
también tiene atributos, palabras que usamos para describirlo. Decimos que Él
es bueno, santo, justo, grande, infinito, poderoso, justo, misericordioso,
luminoso, amable, personal, etc. Estas palabras encierran verdades, pero no
agotan el ser de Dios. Y es porque en Dios, los atributos son equivalentes a su
ser y cada atributo comparte la inmensidad eterna de su Ser. Por eso, no es que
Dios sea “bueno”; Él es la Bondad. Él no es “grande”, Él es la Grandeza. No es “luminoso”;
Él es la Luz. No es “amable”, Él es Amor. Y sí, es una persona, pero trasciende la
Personalidad. De hecho, Dios es tri-personal, pero de eso hablaremos después…
Más todavía,
su Bondad es igual a su Justicia, a su Grandeza, a su Amor, a su Persona, a su
Ser. Son lo mismo a Él. Y porque estos atributos se coextienden con su Ser,
cuando se aplican a Dios, sus atributos son exclusivos. Es decir, nadie los
puede tener excepto por naturaleza – quien los posee, es Dios. O por
participación, por gracia y beneplácito divino y esto aplica al resto de
nosotros.
Mantén esto
en la mente para cuando hablemos de Jesús, quien reclamó para sí los atributos
de Dios no por la gracia, pero por su naturaleza. Lo veremos después.
¡Qué grande
es Dios! ¡Qué grande es su Amor! Sin extensión, sin medida, sin tiempo ni
espacio. Siempre presente, siempre actual, siempre con nosotros.