Esto
escandalizará a muchos, pero aquí va: sé que Dios existe. Lo sé con la misma
certeza que sé que hay un árbol en mi jardín, que mi esposa me ama y que tengo cuatro nietos. En mi mente no hay debate y si alguna vez lo hubo ya calló.
Por años he
escuchado los retos: ¿crees en Dios? Creer en Dios es como creer en Santa Claus
o en unicornios o en el gran monstruo de espagueti. “Abre esa mente, chico” me
dicen.
La única
prueba que puedo ofrecer es la cruz, pero eso los escandaliza más.
Sucede que
a Dios se le conoce amándolo y sólo amándolo. En la Biblia la palabra “conocer”
muchas veces significa relaciones conyugales y es precisamente esa misma
palabra con la cual denota el conocimiento que las criaturas racionales tienen
de Dios: es un conocimiento íntimo en donde se intercambia amor entre dos
personas: Dios y su criatura. Ese vínculo es incompartible. Cada cual tiene que
buscar el suyo. El producto es esa certeza del amor que se da y recibe
mutuamente. No es una ilusión. No es una alucinación. Es una certeza moral,
concreta e inconmovible.
Quien no
cree en Dios no ama así y mucho menos puede conocerle más allá de una forma meramente
teórica y nocional. Esas trazas nocionales nos hacen saber algo acerca de Dios, pero no conocer a Dios. Sólo el conocimiento
basado en la certeza del amor es sólido.
Entonces,
yo sé que Dios existe porque lo amo y Él me ama. Compartimos una danza de dar y
recibir, Él perfectamente siempre, yo no. Pero aun en mi imperfección mi amor
no se malgasta. Dios lo recibe igual.
Dios es el
fundamento de todo lo que conozco y sé. Conozco el universo porque conocí a
Dios primero.